me asomo a la ventana y veo el sol descansar en el alféizar, y los niños jugando abajo. el marco de la ventana, de madera ajada, reseca, curtida por el agua y el sol y el viento, y el paso de años y años. yo estoy allí unos segundos, los niños abajo, unos minutos. el sol, todo un día, pero después, la noche. son días, semanas, meses. años. el marco de la ventana, esa madera, sigue ahí. cada día un poco más ajado, seco, viejo. si tengo suerte viviré cien años, o tal vez ciento tres, y esa madera, que ya era vieja cuando yo nací, seguirá allí. pasarán cientos de personas por allí, se apoyarán a mirar a los niños -o a los viejos- debajo. o tal vez no, tal vez esa ventana no sea visita nunca más, o tal vez muy de vez en cuando, y no importará, allí seguirá esa madera, estoica. sobre esa madera, tal vez, se haya apoyado mi bisabuelo, o el hermano del asesino de mi tataratío segundo. tal vez un señor muy joven, que años después perdería a su hija en un accidente tremendo, se haya apoyado un día en esa madera, para mirar a los niños jugar debajo. tal vez una niña -una joven- haya derramado sobre esa madera, un día de sol, lágrimas de alegría, o profunda tristeza. allí siguió la madera, inmutable.
y sin embargo, tan absurda es la vida de todo siempre, que un día -que puede ser hoy mismo, o mañana, o en cien años, o tal vez nunca- vendrá un viento de cambio, y esa madera terminará en un montón, abrasando unas carnes.