Cursaba esa materia los martes y los viernes a la noche. Llegaba del trabajo, temprano y cansado, y con mucho por leer y estudiar. Y estaba entre los cinco más viejos del grupo. Me sentaba adelante, con mis auriculares y mi libro, y leía hasta que llegaba la profesora.
Algunas veces, sin embargo, el aula estaba ocupada por la clase anterior, y tenía que quedarme a leer y esperar afuera. A medida que pasaba la hora se iba juntando la gente, y a veces alguno de mis compañeros se acercaba a preguntar algo, o a saludar, y se empezaba a armar un grupito. Seguramente todos asumieron que yo no hablaba con nadie porque era un pedante, y no pensaron nunca que pudiera ser por timidez o vergüenza. Suele pasar.
Un día, en uno de esos días, se armó un grupete, y entre todas las caras sin nombre que tal vez había visto alguna vez, apareció una cara conocida. Era una chica que solía preguntar mucho —e interrumpir bastante— en clase, y por eso había llamado mi atención. Por eso y porque me había preguntado, como hacemos siempre con todas, si le daba o no le daba. Había concluido que si bien era bastante más chica que yo, no era linda, pero tampoco era fea, y no parecía particularmente interesante (a juzgar por sus intervenciones), aunque tampoco parecía carente de todo sentido, y aunque se vestía bastante mal, y tenía unos kilos de más, no estaba tan mal tampoco, y emanaba, a la vez, una cierta e interesante sensualidad. En resumen, no sabía si le daba o no, pero ante la duda, es sí (según lo estipulado en el art.12)
Dentro del grupo se armaron conversaciones más pequeñas, y antes de que pudiera darme cuenta —¡como siempre!— estaba hablando con la chica. No sé de qué hablamos, sólo sé que, llegado el momento, una jauría vino a mí. Por lo inesperado, por la duda, por la edad, por la hora, por el cansacio, por mi esencia, y por mil cosas más, supongo, me quedé callado. No supe contestar. Colgarla en la tribuna habría sido más honroso que mirarla pasar así, sin más. Pero así fue, y fue ella la que salvó el momento. Siga, siga.
Tres minutos después yo estaba proyectando respuestas y desenlaces fabulosos, dignos de Chaucer o Capellanus. Pero ya era tarde, claro. Me fui a casa pateando las piedras, dispuesto a subsanar el error la clase siguiente. Pero ella llegó tarde, esa y tantas otras veces, y después de todo, yo en algún lado sentí un alivio, porque sabía íntimamente que no sabía qué hacer, ni cómo. Cada clase hubo una excusa, un motivo, una situación; y cuando no la hubo, no me pareció oportuno, conveniente, apropiado...
Y pasó el tiempo, y un día estaba yo escuchando la clase, como siempre, y participando, como siempre, y lo único que no era como siempre era que ese día la clase la daba un grupo en el que estaba la chica. Yo había hecho lo propio con mi grupo dos semanas antes. Y entonces ellos daban la clase, y yo participaba (era una materia de la que sabía bastante), y de repente se armó un debate de esos que se dan en las clases, y todos hablaban, y todo era risas porque todos sabíamos qué difícil es estar ahí adelante, y qué fácil ahí sentado, y la profe se reía, y entre el murmullo y las risas y el debate la chica debatía conmigo, y yo a duras penas podía escucharla entre el bullicio, y entonces se acercó un poco más, y justo que me dijo algo se hizo el inesperado silencio, y la chica, a viva voz y entre risas me lanzó: "...bla... ¿o vas a arrugar otra vez..?"
Silencio de muerte.
Reaccioné rápida—y seguro que torpe—mente. Me paré, casi ofendido. "de ninguna manera. ¿Arrugar, yo? ¿De nuevo? No sé a qué te referís, pero de ninguna manera!". Y decía esto de pie, entre el silencio. Y entonces volvieron las risas y los murmullos, y yo salí con alguna tecnicalidad, con algún Freud de bolsillo, y seguí. Y hubo (o yo creo que hubo, pero tal vez nunca hubo) una mirada invisible, instantánea, mucho más que fugaz, y yo me prometí que haría algo al respecto, así las cosas, era todo tan sencillo, bastaba nomás...
Pero hubo un motivo o el otro, esta y aquella circunstancia, en fin, cosas de la vida, se entiende, y lamentablemente nunca pude animarme a dos metros de la chica. Ella nunca más me habló, tampoco...